Colocaban a los enfermos en la plaza, y le rogaban que les dejase
tocar al menos el borde de su manto (Mc 6,56).
Jesús, a
veces me lleno de envidia por la suerte que tuvieron algunos de tus
contemporáneos: oír tu voz, disfrutar de tu sonrisa, distinguir tus pasos... Se
conformaban con poco, tan sólo con tocar el borde de tu manto
y... ¡quedaban curados! Jesús y yo, que te recibo en la Eucaristía, no me
conformo con tocarte, en cada Comunión quiero acariciarte con mis
obras buenas en mi alma para que también me cures.
Jesús, ¡qué ganas tengo de comulgar! ¿Por qué
no voy más a Misa?
Y los que lo tocaban se ponían sanos (Mc 6,56).
Jesús, ¿te
acuerdas? Aquel chico de 15 años entristecido porque al asistir a la Santa Misa
el domingo con toda su familia no pudo comulgar. Tenía en la conciencia haber
cometido un pecado grave. Veía a los demás, sus papás, sus hermanos comulgar y
sintió un gran vacío, un hambre de eucaristía, una gran necesidad de tener a
Dios en el alma. Cuando poco después por la confesión recuperó la gracia,
comentaba, con una sabiduría impropia de su edad, como Dios se había servido de
esa tristeza, de ese vacío, para que valorara más lo que es la comunión, tener
a Dios en el alma. Jesús, ¡qué suerte más grande tengo! En cada Comunión te
hago mío, te como ¿Las aprovecho? En cada Comunión ¡toco a Dios!
Después de la Comunión me quedaré un ratito con
Jesús, dando gracias.
Propósito: acariciar a Dios en mi alma cada vez que
comulgue.