Jesús llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos (...) Les
encargó que llevaran para el camino un bastón (…) que llevasen sandalias, pero
no una túnica de repuesto (Mc 6, 7-9).
No era
dinero, ni una maleta, ni una túnica nueva... Era sólo una sencilla caja de
zapatos, pero con una nota desconcertante: Qué hermosos son sobre los montes
los pies de los que llevan el Evangelio (Is 52,7). Aquel sacerdote, recién
ordenado, abrió el regalo y encontró mucho más que un par de zapatos. Ahí
dentro estaba todo un programa para su vida de apóstol; y entendió lo de las sandalias
de repuesto. Pies, ¿para qué os quiero? ¿Para dar patadas y poner
zancadillas? Nooo...; ―Para llevar el Evangelio a todo el mundo, ¿para qué
sino?
Dile a Jesús que puede contar con tus manos,
con tu boca y tus pies…
Jesús se levantó de la cena, se quitó la túnica, tomó una toalla y
se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles
los pies a los discípulos (Jn 13, 4-5).
Jesús, me
conmueve cómo cuidabas a tus apóstoles. Lo que lavabas no eran precisamente
piecitos de niño; eran pies sucios y polvorientos, cargados de largas caminatas
por Palestina. Quizá decías: Qué hermosos son los pies... mientras los
besabas, también los de Judas. Jesús, mis patas, quiero que sean tus
pies que te lleven a todo el mundo.
Buscar pies, no tres pies al gato, ni pies de
foto, sino pies que lavar.
Propósito: dárselo todo a
Jesús.