Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo.
Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis
que Yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies (Lc 24, 39-40).
Jesús,
me conmueve esa insistencia, tan tuya, de enseñar siempre tus heridas. Son
llagas abiertas por amor que hablan: —¡fíjate cuanto te quiero! Me
recuerdas a aquel niño pequeño que al tropezar y hacerse una herida en la
rodilla, corriendo se la enseña orgulloso a todo el que pasa, para dar un poco
de pena. Sí, Jesús, ¡me duelen tus heridas! Y, por eso, para consolarte, me
gusta repetir: Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de
Cristo, confórtame. ¡Oh buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme.
n Tienes
cinco llagas para elegir escondite.
En sus llagas hemos sido curados (1 Pt
2,24.
Jesús,
en el cielo, en tu cuerpo glorioso ¿siguen abiertas tus llagas? —¡Pues
claro!, pero ya no te duelen. Las que si te duelen son las heridas
abiertas que tienes aquí en la tierra: los enfermos, los débiles, los
necesitados, los que sufren… Pero sorprendentemente: En
sus llagas hemos sido curados (1 Pt 2,24). Jesús
mío, que busque tus llagas aquí en la tierra, y cuando las encuentre pondré en
ellas cariño, delicadeza, amor. …Y la madre besó cada una de las heridas de
su hijo ¿A que ya no te duelen, hijo mío? ¿Verdad? ¿A que ya no te duelen? Jesús
te voy a cuidar en cada uno de sus miembros más llagados y Tú me curarás el
alma.
n Haz
una lista, con nombres y apellidos, de las llagas que conozcas.
Propósito: Poner un beso en cada llaga de
Cristo.