Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de
caída.
Fue en Madrid, en la Universidad Autónoma. No te acuerdas porque
todavía no habías nacido. Juan Pablo II fue recibido por las barbudas
autoridades académicas. Fuera estábamos los imberbes, gritones entusiasmados y
bulliciosos estudiantes. Al asomarse el Papa al balcón del rectorado estalló en
todas las gargantas un: ¡Quédate con nosotros! ¡Quédate con nosotros! Y el Papa
se quedó con nosotros, tan a gusto, a rezar el Ángelus. El barbudo Rector no
sabía si soñaba. Jesús, quédate con nosotros, te suplicaron, y Tú aceptaste.
Cuando los discípulos de Emaús te pidieron que te quedaras con ellos, Tú,
Jesús, les contestaste con un don mucho mayor. Mediante el sacramento de la
Eucaristía encontraste el modo de quedarte en ellos. Recibir la Eucaristía es
entrar en profunda comunión con Jesús. Permaneced en Mí y Yo en vosotros (Jn
15,4).
Agradécele
que se haya quedado.
¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros,
mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones
enfervorizados, los signos hablan. El Divino Caminante sigue haciéndose nuestro
compañero. Cristo cumple a la perfección su promesa de estar con nosotros
todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).
Cuando
se te haga el encontradizo reconócele y no le dejes irse solo.
Propósito: quedarme con Jesús.