Felipe le dice:
«Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8).
Jesús, cada vez que sale
en los evangelios tu apóstol Felipe, no sé por qué, pero me acuerdo del
simpático amigo de Mafalda: Una vez va Felipe por la calle, ve en el suelo una
lata vacía y le entran ganas enormes de pegarle una patada. Pero pasa de largo
porque se dice que ya no tiene edad para ciertas costumbres infantiles. Sin
embargo, ese propósito le dura solo unos metros, así que vuelve sobre sus pasos
y sacude un generoso puntapié a la dichosa lata. En la última viñeta Felipe se
compadece de sí mismo y piensa: ¡Qué desgracia: hasta mis debilidades son más
fuertes que yo!
Pregúntate si a ti
también te vencen tus debilidades.
Hace tanto que estoy
con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mi ha visto al
Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre
y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia (Jn 14, 9-10)
Jesús, tu amigo Felipe
sería todo lo crack que quieras: hablaba griego, calculó con precisión el
dinero necesario para dar de comer a la multitud… Pero no se enteraba. Hace
tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Creo que le pasaba algo
parecido al Felipe de Mafalda, estaba en las nubes, en su mundo. Y yo, ¿me
entero? Jesús, te voy conociendo poco a poco. Siempre me hablas de tu Padre,
que te quiere un montón y tú le quieres con locura. Y de vez en cuando también
le hablo al Padre, de ti. ¿Y sabes? Tu Padre siempre está hablando de ti ¿Qué
curioso?
Voy a hablar más al Padre
del Hijo y al Hijo del Padre y yo… en medio.
Propósito: hablar más.