Yo soy la luz que ha
venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas.”
(Jn 12, 44).
De pequeño, a veces, me
despertaba a media noche. Abría los ojos y entonces encontraba la habitación
oscura y silenciosa. No podía evitar imaginar que monstruos horribles y todo
tipo de bichos rodeaban mi cama. Yo gritaba a pleno pulmón: ¡Mamá!, ¡Mamaaaaá…!
Venía mi madre, somnolienta y sonriente; me tranquilizaba con un beso y a mi
lado dejaba una lamparita encendida. Virgen Santa, tú nos has traído a Jesús,
la “Luz del Mundo”. Si estoy cerca de Jesús ya no hay tinieblas que se resistan:
un poco de luz de tu Hijo disipa las tinieblas más tenebrosas.
¿Qué me da miedo? A la
luz de Jesús ya no hay miedo que valga.
Y si alguien escucha
mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, ya que no he venido a juzgar al
mundo, sino a salvar al mundo.” (Jn 12, 45)
Jesús, un día apareció en
mi colegio una pintada anticlerical: “No hay iglesia mejor iluminada que la que
arde”. Me hizo gracia y recordé la ceremonia de la Vigilia Pascual del Sábado
Santo. A la entrada de la Iglesia encendieron una gran fogata con la que el
sacerdote encendió un gran cirio. Según entraba en la Iglesia a oscuras
cantaba: “Luz de Cristo” y todos respondíamos: “Demos gracias”. Y la ardiente
luz de Cristo se extendió e iluminó toda la Iglesia y ya no hay quien la
apague.
Dile a Jesús que quieres
arder en su amor para iluminar a muchos.
Propósito: iluminar.