Y
le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar (Mc 7, 32).
Jesús,
en mi casa somos un poco sordos. Dice mi mamá que debe tratarse de una “sordera
familiar selectiva”. Selectiva porque no oímos cuando suena el teléfono o
llaman a la puerta, pero luego, cuando algo nos interesa, no se nos escapa
detalle. Mi mamá, que es santa, nos repite siempre que “no hay peor sordo que
el que no quiere oír”. Jesús, en la oración me pasa algo parecido: pienso que a
mí no me hablas pero en el fondo es que no termino de escucharte, hago poco por
sintonizar contigo.
Dile
a Jesús que tú eres el sordo del evangelio, a ver qué puede hacer
El,
le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al
cielo, suspiró y le dijo: —Effetá (esto es, «ábrete»)” (Mc 7, 31-37)
Jesús,
ya sabes. Límpiame los conductos auditivos del alma. Es como el chiste del
plátano: “No te puedo oír porque tengo un plátano en cada oreja”. Quizá no se
trate de plátanos pero si de pereza, de impureza, de prejuicios, de soberbia.
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y
hablaba sin dificultad. Jesús, ábreme los oídos del alma, suéltame la lengua
para hablar de Ti.
Dile
a Jesús que le nombras tu “Otorrinolaringólogo” familiar.
Propósito: ¿tendré
un plátano en la oreja?