Jesús
vio a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le
dijo: «Sígueme» (Lc 5, 27).
Bueno,
Jesús, que ya te voy conociendo. Pasabas por ahí, quizá haciéndote el
despistado, como el que no quiere la cosa. Pero en el fondo querías practicar
tu deporte favorito: la pesca. Y ahí, encadenado, bajo el peso del montón de
dinero, estaba tu amigo Mateo, un pez gordo. Al pobre no le cuadraban las
cuentas: aquí me falta algo…, decía; efectivamente tenía un agujero, un vacío
interior que no había forma de llenar: ¡Me falta algo, pero no sé lo que es!
Mateo alzó la vista y se encontró con tu mirada. Y le dijo: «Sígueme» Y el gran
vacío se le llenó de golpe, y al instante, dejándolo todo, te siguió. ¡Qué
alivio! ¡El mejor negocio de su vida!
Esos vacíos que no llenan mi vida,
¿no los podría llenar Jesús?
Él,
dejándolo todo se levantó y lo siguió (Lc 5, 27).
Jesús,
a veces miro el celular y me lo encuentro lleno de llamadas perdidas, de
Whatsapps. Son mis amigos, que me aprecian y quieren hablar conmigo, contarme
sus cosas. En cuanto puedo me pongo en contacto con ellos. Tú también, Jesús,
me sigues llamando continuamente en los aconteceres de cada día. Quieres
decirme algo, hacerme presente tu cariño. Y le dijo: «Sígueme» ¿Soy consciente
de esas llamadas que me haces? ¿Me hago el sordo?
Jesús, que no pierda ninguna de tus
llamadas.
Propósito: no hacerme
el sordo.