La
suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la
tomó de la mano y la levantó. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron
todos los enfermos (Mc 1, 29-31).
Jesús
mío, es que no te dejaban tranquilo, ni siquiera al anochecer: te pasaste toda
la noche atendiendo enfermos. San Pedro seguro que refunfuñaba y con su voz de
pescador gritaba desde la puerta: ¡Pero por favor, dejad descansar al Maestro!
Y desde fuera la gente le contestaba: ¡Claro! ¡Cómo ya te ha curado a tu
suegra…! ¿Y quién me cura a mi hijo? ¿O al primo? Y quizá incluso alguno
también llevaba un cachorrito o un pájaro enfermo. Y Pedro, todo avergonzado,
no supo que decir. La mirada sonriente de Jesús le sirvió de respuesta.
¿A quién puedes llevar para que te lo
cure?
Se
levantó de madrugada se marchó al descampado y allí se puso a orar (Mc 1,36).
Jesús,
¿pero de qué hablabas tan temprano con tu Padre? —De que iba a ser sino de
aquella niña enferma: Padre, te doy gracias por haberme escuchado (Jn 11,41). O
de aquel otro que no pudo salvar: Padre, no como yo quiero, sino como Tú (Mt
26,39). Y también de ti y de mi… ¿De qué iba a hablar?
Jesús, que de mí solo puedas contar
cosas buenas.
Propósito: llevarle
“enfermos” Jesús.