domingo, 15 de abril de 2018

Mirad mis manos y mis pies…


Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies (Lc 24, 39-40).
Jesús, me conmueve esa insistencia, tan tuya, de enseñar siempre tus heridas. Son llagas abiertas que dicen: —¡fíjate cuanto te quiero! Me recuerdas a aquel niño pequeño que al tropezar y hacerse una herida en la rodilla, corriendo se la enseña orgulloso a todo el que pasa, para dar un poco de pena. Sí, Jesús, ¡me duelen tus heridas! Y, por eso, para consolarte, me gusta repetir: Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme.
Tienes cinco llagas para elegir escondite.
En sus llagas hemos sido curados (1 Pt 2,24.
Jesús, en el cielo, en tu cuerpo glorioso ¿siguen abiertas tus llagas? —¡Pues claro!, pero ya no te duelen. Las que si te duelen son las heridas abiertas que tienes aquí en la tierra: los enfermos, los débiles, los necesitados, los que sufren… Pero sorprendentemente: En sus llagas hemos sido curados (1 Pt 2,24). Jesús mío, que busque tus llagas aquí en la tierra, y cuando las encuentre pondré en ellas cariño, delicadeza, amor. Jesús te voy a cuidar en cada uno de sus miembros más llagados y Tú me curarás el alma.
Haz una lista, con nombres y apellidos, de las llagas que conozcas.
Propósito: Poner un beso en cada llaga de Cristo.