Zaqueo,
jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente
se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a
una higuera, para verlo
(Lc 19, 2-4).
Zaqueo
era menudo y fibroso. Vivía en Jericó, el oasis de Judea. Con el paso de los
años, y algún que otro turbio engaño, se había hecho sospechosamente rico.
Quizá, su amigo y colega Mateo, le había prevenido: Ten cuidado con el Nazareno
que es un liante. Ya será menos, pensó. Con una agilidad felina, lleno de
curiosidad, trepó a lo alto de un árbol para ver sin ser visto. Jesús, a veces
yo también soy un poco Zaqueo. No sólo por mi pequeño tamaño, sino porque
también mantengo las distancias, me subo a la parra para que no me veas.
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¿Me dejo ver por Jesús? ¿Me pongo a tiro para que me hable?
Jesús,
al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: –Zaqueo, baja en seguida,
porque hoy tengo que alojarme en tu casa
(Lc 19, 5-6).
Viendo
la higuera con Zaqueo encaramado, quizá Jesús pensó: ? ¡Qué higo tan raro!;
pero anda..., si es mi amigo Zaqueo. Y dijo: –Zaqueo, baja enseguida, porque
hoy tengo que alojarme en tu casa. Como fruta madura Zaqueo se bajó del árbol
Él bajó enseguida y lo recibió muy contento. Jesús, me ves, te ríes y dices que
quieres alojarte en mi alma; eso sí, cuando me baje del arbol…
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Jesús, ¿hasta cuándo te haré esperar?
Propósito: no
subirme a la parra…