Los
judíos agarraron piedras para apedrear a Jesús (Jn 10, 31-42).
Jesús,
lo de tus paisanos y su afición a lanzar piedras es impresionante. Si no fuera
algo tan triste, sería para echarse a reír. Les gustaba eso de apedrear a la
gente. ¡No perdían ocasión! Primero quisieron apedrearte a Ti, —nos lo acaba de
contar San Juan—; también lo intentaron con aquella desdichada mujer: El que
esté sin pecado que tire la primera piedra (Jn 8,7). Al pobre de San Pablo en
Tesalónica una lluvia de piedras casi le costó la vida: Apedrearon a Pablo y le
arrastraron fuera de la ciudad creyéndole muerto (Act 14,19). Y por último, San
Esteban no tuvo tanta suerte y murió lapidado: Se abalanzaron sobre él, lo
empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearle (Act 7,58). Es curioso,
en un instante, la pedrada de un desaprensivo puede destrozar la magnífica
vidriera de una catedral, o peor aún, arrancar una vida.
A
veces, las piedras que más duelen son los comentarios hirientes, las palabras
vanas, los juicios gratuitos, las opiniones sin venir a cuento…
Él
les replicó: Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿Por
cuál me apedreáis? (Jn 10, 31-42).
Jesús,
ante la fuerza bruta respondes con sabiduría e ingenio. Porque quien usa la
violencia ni vence ni convence. El que más grita habitualmente no lleva la
razón y el que usa la violencia pierde cualquier autoridad y se descredita
delante de Dios y de los hombres.
Jesús,
ayúdame a ser manso y humilde de corazón, como Tú.
Propósito: No tirar
piedras a la gente, ni a los gatos.