Pasa Jesús Nazareno.
Entonces gritó: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Los que iban
delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte (Lc 18,
38-39).
Jesús,
oigo voces. Como el ciego de Jericó, en mi oscuridad oigo voces a mi alrededor.
Unas voces, las de los que se dicen mis amigos —pero en el fondo sólo buscan
cómplices, compinches—, quieren que no hable de Dios (lo llaman
supersticiones). Quieren que me calle y me regañan: Muchos lo regañaban para
que se callara. Otras voces, las de mis amigos de verdad, los que me quieren,
me ponen delante de ti: Ánimo, levántate, que te llama. ¿A quiénes hago caso?
Jesús, a mí no me calla nadie.
Ánimo, levántate, que
te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo:
–¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: –Maestro, que pueda ver
(Mc 10, 49-52).
El
ciego Soltó el manto. Siempre me he preguntado: ¿Cómo sería ese manto? ¿Qué
tendría de especial? Me imagino un capote pesado y sucio, multiuso, lleno de
manchas, de color indefinido y olor a humedad. Un manto asqueroso, pero era
suyo, estaba apegado. El ciego Soltó el manto, dio un salto y se acercó a
Jesús. Para acercarse a Jesús, para poder dar el salto y ver, hay que estar
dispuesto a tirar el manto, y tirar de la manta, estar desprendido de lo
material.
¿Cuál es mi manto, al que estoy apegado?
Propósito: soltar el
manto…