Os perseguirán,
entregándoos a los tribunales y a la cárcel (...) por causa de mi nombre: así
tendréis ocasión de dar testimonio. (...) Pero ni un cabello de vuestra cabeza
perecerá (cfr. Lc 21, 12-19).
Jesús,
tu preocupación por la caída del cabello me conmueve y me tranquiliza. No
porque me dé miedo quedarme calvo –¡qué tontería!–, sino porque es señal de
que nada pasa sin que Tú lo permitas. Jesús, se ríen de mí cuando digo que voy
a Misa o que me confieso. Pero lo que más me duele es que, a veces, son
precisamente los de mi familia, los que más se burlan. Se cumplen tus palabras:
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán.
Jesús, aunque no lo entiendo, todo esto lo permites por un motivo: así tendréis
ocasión de dar testimonio de mí. Seré tu testigo. ¡Cuenta conmigo!
Jesús necesita testigos creíbles. ¿Lo soy? ¿Soy creíble o
increíble?
Yo os daré palabras y
sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario
vuestro (Lc 21, 14-15).
Decía
un ateo: mostradme el rostro de cristianos alegres y entonces creeré en el Dios
de la Alegría. Jesús, será mi alegría, mi vida coherente, el perdonar, el
ayudar a todos, lo que dará a gritos un testimonio silencioso de ti. Jesús,
perdona, y de la caída del cabello, ¿qué es lo que lo detiene? Me miras y me
dices: ¡El suelo, tontorrón!
Dile que quieres ser santo sin que te falte un pelo.
Propósito: mostrar el
rostro alegre.