En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno
corriendo, se arrodilló y le preguntó: –Maestro bueno, ¿qué haré para heredar
la vida eterna? (Mc 10, 17).
Jesús, acabas de bendecir a los niños de
aquel pueblo. Se te hace tarde y tienes que irte. Te acompañan los lugareños,
cuando de repente aparece el hombre-bala: se le acercó uno corriendo, se arrodilló….
Jesús, no sé, pero cuando considero la actitud del joven rico me
parece cada vez más falsa. Sobreactúa, es teatrero. Recuerda a lo que hacen
algunos delanteros para celebrar un gol: van corriendo al corner y se deslizan
de rodillas sobre la hierba... ¿Pero por qué espera a que salgas de la ciudad?
¿No pudo hablar antes contigo de forma más discreta? Eso de ir corriendo y
ponerse de rodillas, montar el numerito me parece algo forzado.
Jesús, no solo fue por las riquezas. El joven se
quería demasiado a sí mismo.
Todo esto lo
he guardado —le dijo el joven— ¿Qué me falta aún?
En el fondo lo que buscaba era quedar
bien. Está orgulloso de sí mismo, le gusta ser el centro y lo manifiesta
claramente: —¿Cuáles?... ¿Qué me falta aún?... –Maestro, todo eso lo he
cumplido desde pequeño. Pobre. No estaba preparado para seguir a
Cristo. Es el peligro de reducir la fe a cumplir mandamientos. Jesús,
sin darme cuenta yo también pretendo comprarte cumpliendo mandamientos.
Dile a Jesús que la cosa más monstruosa es un
cumple-mandamientos.
Propósito: no ser un cumple-mandamientos.