lunes, 17 de noviembre de 2014

¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!

Pasa Jesús Nazareno. Entonces gritó: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte (Lc 18, 38-39).
Jesús, oigo voces. Como el ciego de Jericó, en mi oscuridad oigo voces a mi alrededor. Unas voces, las de los que se dicen mis amigos —pero en el fondo sólo buscan cómplices, compinches—, quieren que no hable de Dios (lo llaman supersticiones). Quieren que me calle y me regañan: Muchos lo regañaban para que se callara. Otras voces, las de mis ami­gos de verdad, los que me quieren, me ponen delante de ti: Ánimo, levántate, que te llama. ¿A quiénes hago caso?
                Sinceramente, ¿a quién le hago caso?
Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: –¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: –Maestro, que pueda ver (Mc 10, 49-52).
El ciego Soltó el manto. Siempre me he preguntado: ¿Cómo sería ese manto? ¿Qué tendría de especial? Me imagino un capote pesado y su­cio, multiuso, lleno de manchas, de color indefinido y olor a humedad. Un manto asqueroso, pero era suyo, estaba apegado. El ciego Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Para acercarse a Jesús, para poder dar el salto y ver, hay que estar dispuesto a tirar el manto, y estar desprendido de lo material.
                ¿Estoy apegado a algo?

Propósito: soltar el manto…