Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún.
Oyendo que Jesús había llegado de Galilea a Judea, fue a verle, y le pedía: (…)
Señor, baja antes de que se muera mi niño (Jn 4, 46-47).
Jairo te fue a buscar para que le curases a su hijita de 12 años; la
mujer cananea, la de los perrillos, consiguió que sanaras a su
niña; también lo logró el padre de aquel chico lunático que se
tiraba al fuego; incluso la Viuda de Naim, sin pedirlo, sin palabras,
sólo con su mirada, consiguió que le resucitaras a su único hijo; hoy, en el
Evangelio, es el funcionario de Cafarnaún. Todos estos padres
angustiados no pedían para sí mismos, sino para sus hijos. Jesús, muchas
gracias por darme unos papás que me quieren tanto, tanto, que siempre me llevan
hacia ti.
Hay padres normales, fenomenales, pero como los míos no hay
iguales.
Sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo estaba curado.
Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: Hoy a
la una le dejó la fiebre (Jn 4, 51-53).
¡Vaya cara de susto se le
pondría al pobre padre cuando vio que se le acercaban sus criados! Esperaba lo
peor… ¡Vaya brinco de alegría cuando recibió la noticia!: Batió el record de
salto de altura, seguro. Jesús eres el mejor antipirético, el mejor
remedio contra la fiebre.
Repite muchas veces: ¡Jesús, muchas gracias por mis padres!
Propósito: No molestar a mis padres.