Si alguno guarda mi palabra, jamás gustará la muerte. ¿Acaso eres
tú mayor que nuestro padre Abrahám, que murió? También los profetas murieron.
¿Por quién te tienes tú? (Jn 8, 52-53).
Jesús, pero, ¡qué pesados esos
fariseos! Cuántas veces se lo has repetido, pero no se quieren enterar. En el
fondo no buscan la Verdad sino atraparte en alguna palabra para poder
acusarte. Jesús, yo también, a veces, encuentro personas así: no les gusta la Verdad,
son alérgicos a la Verdad y sólo les interesa la manera de retorcer
mis palabras, dejarme en ridículo, reírse de mí. Jesús, ayúdame a tener tu
paciencia, esa mansedumbre que Tú has tenido siempre con los que no te
comprenden.
Como en el chiste: Jesús, dame paciencia…, ¡pero dámela YA!
Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada vale (Jn 8, 54).
Cuántas veces, Jesús, estoy
buscando el éxito personal, el lucimiento propio: ser el más listo, el más
guapo, el más inteligente, el más alto, y, además, ¡que se note! ¡Que todo el
mundo lo diga! Recuerdo lo que contaban de un famoso Tenor Ruso que al final de
las actuaciones se ponía en bajito a ladrar mientras el público puesto en pie
le aplaudía. La situación se repetía una y otra vez. Pero los ladridos no
pasaron inadvertidos. —¿Por qué ladras? Le preguntó preocupado un amigo
suyo. Un día te lo cuento. Por fin tomando café llegó la respuesta en forma de
pregunta: —Pero vamos a ver ¿Quién ladra? —Los perros (en inglés DOG).
Pues eso es lo que hago yo, le devuelvo a Dios lo que es suyo: Deo Omnis
Gloria, para Dios toda la gloria.
Regálale a Jesús toda tu gloria humana, y terminas.
Propósito: cuando me enaltezcan, ladrar (guau, guau…)