Encontró
en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas
sentados (Jn 2, 13).
Jesús, entras en el Templo de Jerusalén, la Casa de tu Padre y te
lo encuentras todo sucio, lleno de inmundicia, animales y de cambistas. Han
convertido la casa de tu Padre en un mercado sucio donde es muy difícil rezar.
Esta escena me recuerda que mi alma en gracia es también templo tuyo, Templo
del Espíritu Santo y, por tanto, es también Casa del Padre y tuya. ¿Cómo cuido
mi alma? ¿Puede ser que, a veces, esté llena de animales: de vicios, de
suciedad, de pecados?
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Dice
el refrán: cerdo limpio nunca engorda… Como no soy un cerdito, siempre limpio
Y
haciendo un látigo de cuerdas arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los
bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas (Jn 2, 14).
Jesús, entras con el látigo. El celo de tu casa me consume (Jn,
13, 16). A veces, yo también he de entrar con el látigo: he de cortar por
lo sano con modos de vivir, con vicios adquiridos, con alguna amistad, con
algún ambiente… He de entrar con el látigo contra la tibieza, que me hace flojo
en la lucha por ser santo, y decir ¡basta! Quiero hacer de mi alma un lugar en
el que estés a gusto, un sitio limpio, generoso, lleno de amor.
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Dile
a Jesús que quieres que tu alma sea su mejor Templo.
Propósito:
alma limpia.