Llegaron a Betsaida. Le trajeron a un
ciego, pidiéndole que lo tocase (Mc 6, 22-26).
—¡Despacio! ¡Que no tropiece! Trastabillando, aquel cieguecito fue
llevado de mano en mano hasta la mano de Jesús. Él lo sacó de la aldea,
llevándolo de la mano. Pero aquella mano era diferente, pensó el ciego, le
guiaba seguro ¿Podría quizá éste poner fin a su ceguera? Otros lo habían
intentado. ¿Traería colirios mágicos de Alejandría? ¿Se llevaría, como los
otros, su dinero y su ilusión? El profeta empezó a hablarle mientras le
humedecía sus ojos. Le untó saliva en los ojos, le impuso las manos. ¿Qué
es lo primero que te gustaría ver? Al ciego se le agolparon los deseos:
árboles, hombres, a sus hijos corriendo.
Jesús
que no me ciegue ni con espejismos ni con falsas ilusiones.
Le puso otra vez las manos en los ojos: el
hombre miró, estaba curado (Mc 6, 22-26).
Jesús, esta vez fue a la 2ª. El ciego de Betsaida necesitaba una
segunda mano. Y a la 2ª fue la vencida: abrió los ojos y veía con toda
claridad. ¿Qué es lo que vio tan claro? Te vio a ti, Jesús mío, y como
el Salmo quizá exclamó: Me saciaré de tu semblante, Señor. Y ya
no pudo dejar de mirar.
Pide a
Jesús que te eche todas las manos que haga falta: ¡Señor que vea!
Propósito: repetir, Señor quiero ver tu
rostro.