miércoles, 15 de febrero de 2017

Me saciaré de tu semblante

Llegaron a Betsaida. Le trajeron a un ciego, pidiéndole que lo tocase (Mc 6, 22-26).
—¡Despacio! ¡Que no tropiece! Trastabillando, aquel cieguecito fue lle­vado de mano en mano hasta la mano de Jesús. Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano. Pero aquella mano era diferente, pensó el ciego, le guiaba seguro ¿Podría quizá éste poner fin a su ceguera? Otros lo habían intentado. ¿Traería colirios mágicos de Alejandría? ¿Se llevaría, como los otros, su dinero y su ilusión? El profeta empezó a hablarle mien­tras le humedecía sus ojos. Le untó saliva en los ojos, le impuso las manos. ¿Qué es lo primero que te gustaría ver? Al ciego se le agolparon los deseos: árboles, hombres, a sus hijos corriendo.
Jesús que no me ciegue ni con espejismos ni con falsas ilusiones.
Le puso otra vez las manos en los ojos: el hombre miró, estaba curado (Mc 6, 22-26).
Jesús, esta vez fue a la 2ª. El ciego de Betsaida necesitaba una segunda mano. Y a la 2ª fue la vencida: abrió los ojos y veía con toda claridad. ¿Qué es lo que vio tan claro? Te vio a ti, Jesús mío, y como el Salmo quizá exclamó: Me saciaré de tu semblante, Señor. Y ya no pudo dejar de mirar.
Pide a Jesús que te eche todas las manos que haga falta: ¡Señor que vea!

Propósito: repetir, Señor quiero ver tu rostro.