Llegaron a
Betsaida. Le trajeron a un ciego, pidiéndole que lo tocase (Mc 8, 22).
—¡Despacio! ¡Que no tropiece! Trastabillando, aquel cieguecito fue
llevado de mano en mano hasta la mano de Jesús. Él lo sacó de la aldea,
llevándolo de la mano. Pero aquella mano era diferente, pensó el ciego, le
guiaba seguro ¿Podría quizá éste poner fin a su ceguera? Otros lo habían
intentado. ¿Traería colirios mágicos de Alejandría? ¿Se llevaría, como los
otros, su dinero y su ilusión? El profeta empezó a hablarle mientras le
humedecía sus ojos. Le
untó saliva en los ojos, le impuso las manos. ¿Qué es lo
primero que te gustaría ver? Al ciego se le agolparon los deseos: árboles,
hombres... Le
preguntó: ¿Ves algo? Empezó a distinguir y dijo: Veo hombres que parecen árboles,
pero andan.
Jesús deje de ser ciego.
Le puso otra vez
las manos en los ojos: el hombre miró, estaba curado (Mc 8, 25).
Jesús, esta vez fue a la 2ª. El ciego de Betsaida necesitaba una segunda
mano. Y a la 2ª fue la vencida: abrió los ojos y veía con toda claridad. ¿Qué
es lo que vio tan claro? Te vio a ti, Jesús mío, y como el Salmo quizá exclamó:
Me saciaré de tu
semblante, Señor. Y ya no pudo
dejar de mirarte.
Pide a Jesús que te eche todas las manos que haga
falta: ¡Señor que vea!
Propósito:
repetir, Señor quiero ver tu rostro.