Con muchas
parábolas parecidas les exponía la Palabra, acomodándose a su entender (Mc 4,
33).
Jesús, te doy gracias porque te acomodas a mi entender, pero a
veces, ¡no te entiendo! No porque sea absurdo lo que me dices, sino
porque un Dios tan grande no puede caber en una cabeza de chorlito como la
mía. ¡Qué Dios más pequeño si cupieras! A sus discípulos se lo explicaba todo en
privado (Mc 4, 34). Jesús, a mí dame clases particulares,
y cuando entiendo un poco, sólo un poco, ¡qué alegría! Porque tus Misterios,
Jesús, no son muros infranqueables, sino mares inabarcables en los que me interno
y profundizo cada vez más.
Dile tus Misterios preferidos: Eucaristía, Trinidad,
los del Rosario.
Cuando yo era
niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he
llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño (I Cor 13, 11).
Ya ves, Jesús, sigo siendo niño —esto sólo lo arregla el tiempo— y razono
como un niño. Jesús, me recuerdas a mi mamá que sí que es ¡un misterio! Y mi
papá está de acuerdo: –Papá, a mamá no hay quien la entienda... Y me
responde: —Hijo mío, tu madre es un Misterio; no hay que entenderla hay que
adorarla. Jesús, no sólo te quiero, sino que te “adoro”, aunque no te
entienda en todo…
Dile: Jesús, delante de ti siempre quiero ser niño; y
terminas.
Propósito: contar
a Jesús mis misterios.