Colocaban a los enfermos en la plaza, y le
rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto (Mc 6,56).
Jesús, a veces me lleno de envidia por la suerte que tuvieron algunos de
tus contemporáneos: oír tu voz, disfrutar de tu sonrisa, distinguir tus
andares... Se conformaban con poco, tan sólo con tocar el borde de tu manto
y... ¡quedaban curados! Jesús y yo, que te recibo en la Eucaristía, no me
conformo con tocarte, en cada Comunión quiero acariciarte con mis obras buenas
en mi alma para que también me cures.
Jesús, ¡qué ganas
tengo de comulgar! ¿Por qué no voy más a Misa?
Y los que lo
tocaban se ponían sanos (Mc 6,56).
Contaba San Josemaría que una vez en Zaragoza pasó por delante de un bar
llamado Gambrinus, y vio que dentro del local estaba un famoso torero. Algunos
niños se acercaron a la multitud que rodeaba a aquel personaje popular, y uno
de ellos salió corriendo gritando exultante: ¡Lo he tocado!, ¡lo he tocado! Le
impresionó aquella escena a San Josemaría, y le sirvió para reflexionar sobre
el hecho de que cada día tocamos a Jesús en la Eucaristía. Jesús, ¡qué suerte
más grande tengo! ¿Lo aprovecho? En cada Comunión ¡toco a Dios!
Después de la
Comunión me quedaré un ratito con Jesús, dando gracias.
Propósito:
acariciar a Dios.