Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no
podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba
Jesús (Mc 2, 3).
Jesús, lo del paralítico me recuerda la
historia de una niña peruana que caminaba cerro arriba cargada con su hermanito
pequeño a la espalda. El sacerdote, que presenciaba la penosa ascensión, le
preguntó: —¿No te pesa? ¿No te cansas?; a lo que la niña respondió
sin pestañear: ―¡Es que es mi hermano! Jesús, me pones cerca
familiares, amigos que son…unos pesados, o que quizá tienen parálisis en el
alma. Pero ¡son mis hermanos! ¿Cómo no voy a tomarlos, cargármelos a cuestas y
ponerlos delate de Ti…?
Di a Jesús: más pesado soy yo —“un peso
pesado”— y bien que me aguantas.
Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al
paralítico: «Hijo, tus pecados están perdonados» (Mc 2, 5).
Jesús, enseguida te diste cuenta: aquel
paralítico lo que tenía, sobre todo, era un gran peso en el alma. Por fin pudo
escuchar la absolución: “Hombre, tus pecados están perdonados”, y, ¡qué
gran alivio sintió! Sus amigos “camilleros”, no entendían nada: —¡Pero
si lo hemos traído para que lo cure…! “Y se fue a su casa
glorificando a Dios”, ¡menudo peso se había quitado de encima!
La confesión es un “quita-pesos”;
gracias, Jesús, por perdonarme siempre.
Propósito: Hacer de camillero con amigos “pesados”.