lunes, 9 de febrero de 2015

“Acariciar” a Dios en cada comunión

Colocaban a los enfermos en la plaza, y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto (Mc 6,56).

Jesús, a veces me lleno de envidia por la suerte que tuvieron algunos de tus contemporáneos: oír tu voz, disfrutar de tu sonrisa, verte curar a otros... Se conformaban con poco, tan sólo con tocar el borde de tu manto y... ¡quedaban curados! Jesús y yo, que te recibo en la Eucaristía, no me con­formo con tocarte, en cada Comunión quiero acariciarte con mis obras buenas en mi alma para que también me cures.

u  Jesús, ¡qué ganas tengo de comulgar! ¿Por qué no voy más a Misa?

Y los que lo tocaban se ponían sanos (Mc 6,56).

Jesús, ¿te acuerdas? Aquel chico de 15 años entristecido porque al asistir a la Sta Misa el domingo con toda su familia no pudo comulgar. Tenía en la conciencia haber cometido un pecado grave. Veía a los demás, sus papás, sus hermanos comulgar y sintió un gran vacío, un hambre de eu­caristía, una gran necesidad de tener a Dios en el alma. Cuando poco después por la confesión recuperó la gracia, comentaba, con una sabi­duría impropia de su edad, como Dios se había servido de esa tristeza, de ese vacío, para que valorara más lo que es la comunión, tener a Dios en el alma. Jesús, ¡qué suerte más grande tengo! En cada Comunión te hago mío, te como ¿Las aprovecho? En cada Comunión ¡toco a Dios!

u  Después de la Comunión me quedaré un ratito con Jesús, dando gracias.


Propósito: acariciar a Dios en mi alma cada vez que comulgue.