A vosotros, amigos míos, os digo: no tengáis miedo a
los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más (Lc 12, 4).
Jesús, a mí, lo que más miedo me da, son las
arañas, los tiburones, los perros grandes y la oscuridad. Me pasa como aquel
niño pequeño al que preguntan: - ¿Ya rezas?; - Sí, por la noche. - ¿Y por la
mañana no? - No; por la mañana no tengo miedo... También me da miedo perder
el autobús, perder a los amigos, suspender… En definitiva, que soy un miedica.
¿Sabes lo que hago cuando tengo miedo?: me agarro fuerte de la mano de mis
papás y se me pasa. Jesús, esto lo he aprendido de Ti: cuando en el Huerto de
los Olivos sentías aquella angustia, aquel miedo tan terrible, entonces
acudiste a tu Padre: ¡Abba, Padre! Le llamabas papá, papaíto y
se te pasó el miedo.
Y a ti ¿qué te da miedo? Díselo a Jesús. Es el mejor
quitamiedos.
¡Soy yo, no tengáis miedo! (Mc 6, 46).
Jesús, perdona la tontería, pero a veces… te
tengo miedo. Me pasa como a los apóstoles en medio de la tormenta del lago
cuando andabas sobre las aguas. Te confundieron con un fantasma y se pusieron
a gritar. Por eso nos dice el Papa: —¡No tengáis de miedo de Cristo! ¡Él
no quita nada y lo da todo! ¿Te imaginas un hambriento con miedo a
comer, o un sediento con miedo a beber, o un enfermo con miedo a tomar la
medicina? Pues eso. Deja que Jesús suba a tu barca y no hay tempestad que se le
resista. Jesús, ¡que no tenga miedo!, ¡qué solo tenga miedo a perderte!
Dile a Jesús que aquí, el único fantasma, soy yo (o sea, tú).
Propósito: ser más valiente.