Había en la ciudad una mujer pecadora que, al enterarse que
estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, llevó un vaso de alabastro con
perfume, se puso detrás a sus pies llorando y comenzó a bañarlos con sus
lágrimas (Lc 7, 37-38).
¡Qué envidia, Jesús! Primero por lo fácil que yo tengo encontrarte
–en el Sagrario– y lo poco que te busco. Esta mujer tuvo que buscar, y luego se
esforzó, y pasó pena al meterse en medio de aquel banquete… la señalarían con
el dedo, pero quería estar contigo. ¡Qué envidia, Jesús! Porque a pesar de sus
pecados sabe que eres m-i-s-e-r-i-c-o-r-d-i-o-s-o, y que, como está
arrepentida, la vas a perdonar. ¡Ojalá yo llorara arrepentido por mis pecados,
como esta mujer! Además, yo sé que esos pecados causaron tu Cruz.
u Llora –sin lágrimas– de dolor de amor
ante tu crucifijo.
Le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados (…) Tu fe te ha
salvado; vete en paz (Lc 7, 48.50).
¡Qué alegría, Jesús! Cuando ves mi arrepentimiento, siempre me
perdonas. ¡Qué no me acostumbre! Y a veces lo que me pasa es que doy las
gracias al confesor, me “voy en paz”, hago la penitencia de una vez y
ni te doy las gracias a Ti… Esta mujer seguro que se fue, pero a contarle a sus
amigas que era una mujer nueva, que había cambiado, que el Mesías
esperado le había perdonado los pecados. A mí, en cambio, me da pena decir que
me confieso.
u Agradece a Jesús su perdón en la
Confesión y llévale amigos.
Propósito: Irme en paz y contarlo sin vergüenza.