Velad entonces, pues no sabéis
cuando vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a la medianoche, o al
canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre
dormidos (Mc 13,33-34).
Jesús, la
otra noche tuve un sueño inquietante. Soñé que me hacían un regalo muy bien
envuelto. El paquete era bastante grande y lo desenvolví con cuidado para no
romper el papel. ¡Maniático que es uno! No es que el envoltorio fuera muy caro,
no; era un vulgar papel café de estraza. Cuando por fin, con mucho esfuerzo,
conseguí quitar todos los tapes —sin romperlo—, e iba a sacar el contenido
del paquete… me desperté. ¿¡Qué desilusión!? No. Entonces comprendí claramente,
de golpe, que el regalo que Dios me quería hacer era el nuevo día y que mi
tarea consistía en ir descubriéndolo, desenvolverlo poco a poco: la Sta. Misa,
los macarrones con tomate, la sonrisa de mi hermana, mis amigos, el ketchup…
Jesús, cada día estoy rodeado de tanta belleza… ¡Qué me dé cuenta!
Jesús, que bueno eres: me hablas hasta en los
sueños.
Lo que digo a vosotros, lo digo a
todos: ¡Velad! (Mc 13,37).
Aquella
otra niña, cuando era su cumpleaños, nada más despertar, buscaba el regalo que
Dios le tenía preparado: a veces era una nevada, otras un arco iris, los
cristales de la habitación empañados. Jesús, que sepa descubrir las
bellezas que cada día encierra.
Jesús, tú eres el mejor
regalo.
Propósito:
desenvolver pero sin romper.