Estaba Jesús sentado enfrente del
cepillo del templo, observando a la gente que iba echando dinero (Mc 12 40)
Jesús,
estabas agotado, ¡reconócelo! Como mi mamá los días de lavadora. Todo el día
trabajando predicando sin parar, curando, consolando. Aquel día después de una
larga caminata para llegar a Jerusalén, quizá te pesaban las piernas y te
sentaste solo un ratito junto a la alcancía del templo. El ruido de las
monedas te hizo levantar la vista: Vio unos ricos que echaban donativos
(...); vio también una viuda pobre que echaba dos monedas pequeñas (Lc 21,1).—¡Pedro,
Santiago, Juan... todos!, ¡pronto, venid! La generosidad de aquella mujer borró
de golpe el cansancio de Jesús. –Sabed que esa pobre viuda ha echado más
que nadie. Judas no entendía nada, no podía entender: —Pero ¡si no ha
echado nada! nada vale lo que ha echado esta mujer, pensaba Judas. Y yo, ¿lo
entiendo?
Sigue unos minutos hablando con Jesús y dile
que si lo entiendes.
Vio también una viuda pobre que
echaba dos monedas pequeñas”
San
Josemaría: ¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre
viuda deja en el templo su pequeña limosna? —Dale tú lo que puedas dar: no
está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des
(Camino 829). Mi generosidad, mi entrega es lo que hace descansar, lo que
consuela a Jesús. ¿Hasta dónde estoy dispuesto a ser generoso con mi tiempo,
con mi dinero, con mi vida? ... ¿¡Sólo!? ¡Qué tacaño!
Aunque ni soy viuda ni pobre (o sí), dar a
Jesús muchas alegrías.
Propósito:
dar alegrías