lunes, 16 de noviembre de 2015

¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!

Pasa Jesús Nazareno. Entonces gritó: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte (Lc 18, 38-39).
Jesús, oigo voces. Como el ciego de Jericó, en mi oscuridad oigo voces a mi alrededor. Unas voces, las de los que se dicen mis amigos —pero en el fondo sólo buscan cómplices, compinches—, quieren que no ha­ble de Dios (lo llaman supersticiones). Quieren que me calle y me rega­ñan: Muchos lo regañaban para que se callara. Otras voces, las de mis amigos de verdad, los que me quieren, me ponen delante de ti: Ánimo, levántate, que te llama. ¿A quiénes hago caso?
Jesús, a mí no me calla ni mi abuela (que, por cierto, es una santa).
Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: –¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: –Maestro, que pueda ver (Mc 10, 49-52).
El ciego Soltó el manto. Siempre me he preguntado: ¿Cómo sería ese manto? ¿Qué tendría de especial? Me imagino un capote pesado y su­cio, multiuso, lleno de manchas, de color indefinido y olor a humedad. Un manto asqueroso, pero era suyo, estaba apegado. El ciego Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Para acercarse a Jesús, para poder dar el salto y ver, hay que estar dispuesto a tirar el manto, y tirar de la manta, estar desprendido de lo material.
Tiras de mi manto y ¿qué sale?: iPhone, iPad… ¡Mi teessssoro…!

Propósito: soltar el manto…