Hoy nos
ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor (Lc 2, 11).
Tengo
que aceptar que estoy un poco atarantado. Ayer, o hoy, mejor dicho, nos
acostamos a las saber cuántas. En medio del ruido de la reventazón de cohetes y
la alegría de los abrazos me quedé un rato mirando al nacimiento. María tenía
cargado al niño. José estaba de rodillas, al lado. Estaba llorando, estoy
seguro. El niño era tan adorable, y su mamá, la siempre Virgen, parecía tener
el rostro iluminado. Los ángeles cantaban alrededor “¡gloria a Dios en el
cielo!”. Atrás, en un segundo plano, estaba la mula y el buey. A un lado, el
burro. Ese soy yo, me dije. Burro o como sea, ahí estaba también, metido en el
portal de Belén.
No importa qué personaje seas, métete en el
portal de Belén.
Lo
envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre (Lc 2, 7).
Mientras veía a María con el niño
en brazos, y a José a su lado, me acordé de lo que san Josemaría decía en su
libro de Santo Rosario, que le pedía a la Virgen el niño y cuando lo tenía en
sus brazos, decía “Y le beso -bésale tú-, y le bailo, y le canto, y le llamo
Rey, Amor, mi Dios, mi Unico, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño...!” (Sto.
Rosario, 3er misterio gozoso). Me entraron unas ganas horribles de hacerlo
también yo, pero el niño del nacimiento de mi casa es chiquito, y yo, en cambio,
soy grande, aunque los amigos de mis papás digan lo contrario. ¿Y si me hago
pequeño, del tamaño del niño de las figuras del nacimiento, y me dejo de falsos
orgullos de querer ser “adulto”?
Pídele permiso a José de agarrar al niño y
chinearlo un rato.
Pasar
un buen rato haciendo oración frente al nacimiento