¡Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que
la madre de mi Señor venga a verme? (Lc 1, 42)
Era un sábado de 1531. El indio
Juan Diego iba muy de madrugada a México a sus clases de catecismo. Junto a un
cerro, escuchó que lo llamaban: Juanito, Juan Dieguito. Subió a la cumbre y
vio a la Niña que le dice: Hijito mío el más amado: yo soy la perfecta
siempre Virgen María, Madre del verdaderísimo Dios…, mucho quiero tengan la
bondad de construirme aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor,
compasión y auxilio… Allí estaré siempre dispuesta a escuchar…, para purificar
y curar sus penas y dolores.
Agradece a Jesús que nos haya dado a la Virgen
como Madre nuestra.
Dichosa
tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del
Señor (Lc 1, 45)
Juan Diego al principio se hizo el
remolón, pero pudo más el amor a la Virgen. Por fin, fue a ver al Obispo y
desplegó delante de él su poncho lleno de rosas. Y, así, al tiempo que se
esparcieron las diferentes flores, en ese mismo instante… apareció de improviso
en el humilde ayate la venerada imagen de la siempre Virgen María, Madre de
Dios, tal como ahora tenemos la dicha de venerarla. La Virgen se hizo una
foto y nos la dejó como prueba de su amor.
Indudablemente a la Virgen le gustan las rosas.
¿Rezo el Rosario?
Propósito:
Diez, veinte... cincuenta rosas para la Virgen de Guadalupe.