En aquel tiempo,
cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le
preguntó: –Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? (Mc 10, 17).
Jesús, acabas de bendecir a los niños de aquel pueblo. Se te hace
tarde y tienes que irte. Te acompañan los lugareños, cuando de repente aparece
el hombre-bala: se le acercó uno corriendo, se arrodilló…. Jesús, no sé, pero
cuando considero la actitud del joven rico me parece cada vez más falsa.
Sobreactúa, es teatrero. Recuerda a lo que hacen algunos delanteros para
celebrar un gol: van corriendo al corner y se deslizan de rodillas sobre la
hierba... ¿Pero por qué espera a que salgas de la ciudad? ¿No pudo hablar antes
contigo de forma más discreta? Eso de ir corriendo y ponerse de rodillas,
montar el numerito me parece algo forzado.
Jesús,
que no haga teatro contigo y te pregunte con sinceridad.
Todo esto lo he
guardado —le dijo el joven— ¿Qué me falta aún? (Mt 19, 20).
En el fondo el chico lo que buscaba era quedar bien. Está
orgulloso de sí mismo, le gusta ser el centro de la atención y lo manifiesta
claramente: ¿Cuáles?... ¿Qué me falta aún?... –Maestro, todo eso lo he cumplido
desde pequeño. Pobre. No estaba preparado para seguir a Cristo. Es el peligro
de reducir la fe a cumplir mandamiento. Jesús, sin darme cuenta yo también
pretendo comprarte cumpliendo mandamientos.
Dile
a Jesús que la cosa más monstruosa es un cumple-mandamientos.
Propósito: no ser un
cumple-mandamientos, que sea generoso.