Tomó Jesús consigo a Pedro, Santiago y a
Juan su hermano, y los llevo a ellos solos a un monte alto, y se transfiguró
ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus
vestidos blancos como la luz (Mt 17, 1-3).
Jesús ¡Llévame contigo! Yo también quiero ser de tus amigos
íntimos. Reconozco que soy poco aventurero, la altura me da vértigo, pero me
uniré a ti por medio de una cuerda, seguiré tus pasos, pondré mis pies en las
huellas que dejes hasta llegar a la cima. Jesús, a veces la oración se me hace
cuesta arriba y me canso… Pero una vez que me pongo, te encuentro a Ti en la
cima y desde arriba: ¡Qué claras se ven las cosas! ¡Qué bien se está contigo!
Ayúdame, a tener en mi vida miras altas, amplios horizontes.
Cuéntale
a Jesús la última montaña que hayas subido.
Todavía estaba hablando cuando una nube
resplandeciente los cubrió y un voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el amado,
en quien me he complacido, escuchadle (Mt, 17, 5).
Jesús, ¡vaya susto se llevarían tus discípulos! Yo también quiero
oír del Padre esas palabras tan bonitas: ser el Hijo, el amado, en quien
me he complacido. Quiero que mi vida sea para muchos y para Ti fuente
de alegría y de consuelo. Ahora que hay tantos que se no se saben hijos de
Dios, darte sólo alegrías, muchas alegrías.
Dios
habla bajito, pero también altito, eso sí, para el que quiere oír.
Propósito: subir más montañas.