Tomás, uno de los
Doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús (Jn 20, 19).
Jesús, ¿y dónde estaba Tomás? Siempre me ha parecido un misterio:
¿Qué estaría haciendo? ¿Dónde se habría ido? Está claro que, en ese momento, su
sitio era estar con la Virgen Santísima y los Doce. Ese día se despistó, hizo
su plan: yo, a lo mío… Y se fue. Jesús, yo como Tomás, tantas veces a lo mío, a
mis planes, a mis gustos, a mi TV, a mi egoísmo. Jesús, rompe mi egoísmo. Que
esté con los demás. Que me sienta miembro de tu familia la Iglesia y hermano de
todos los hombres. Dame un corazón grande como el tuyo.
Pregúntate:
Cuando no pienso en Dios y en los demás, ¿en qué pienso?
¡Hemos visto al
Señor! (Jn 20, 25)
Tomás no se lo podía creer, no lo quería creer. Si no veo la señal
de los clavos…, y si no meto mi dedo en esa señal…, y mi mano en su costado, no
creeré (Jn 20, 25). ¡Qué bruto eres Tomás! Es el egoísmo y la desconfianza lo
que nos impide ver a Jesús, lo que todo lo critica, lo que ve las cosas
retorcidas, del revés. A los ocho días (…) se presentó en medio (Jn 20, 26).
Tomás, el incrédulo, por fin vuelve con los suyos. Son las heridas de Cristo lo
que le convence: ¡Señor mío y Dios mío! Y yo, ¿ya he vuelto?
Repite
muchas veces: ¡Señor mío y Dios mío!, y luego terminas.
Propósito: volver.