No le acogieron, porque daba la
impresión de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan
dijeron: Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?
(Lc 9, 53-54).
Tú,
Jesús, no eres molestón, pero ibas “bautizando” a la gente con apodos y dando
en el clavo. A Simón lo llamaste Pedro –piedra, sillar– porque sería el primer
Papa, y a esto dos les clavaste “Boanerges, esto es, «Hijos del trueno»” (Mc 3,
17). ¿Y a mí como me llamas? Porque Juan y Santiago se enojaban por los que no
quería acogerte, en vez de rezar por ellos y quererlos para que cambiaran… yo
en cambio soy pura gelatina; si no quieren, que no quieran… Creo, Jesús, que me
pasa eso porque te quiero poco y los quiero poco.
u Pide
a Juan y Santiago más valentía y menos cobardía.
Y volviéndose, les reprendió (Lc 9,
55).
Aquí
es donde me viene el genio, el enojo, el trueno y la tormenta: cuando me
regañan. Además es mi excusa perfecta, como me regañaron me pongo trompudo y no
hago caso. Tú, Jesús, y quienes me educan –padres, profesores, etc.-- quieren
lo mejor para mi y por eso me reprenden, y la verdad es que si mi padre o el
profe de Mates pierden los estribos es sólo por culpa mía, porque soy un
molestón de campeonato. Si fuera santo nadie me corregiría, además quien
lo hace es porque me quiere mejor, como dice el Espíritu Santo: “yo, a los que
amo, reprendo y castigo. (...) si alguno escucha mi voz (...) entraré en su
casa y cenaré con él” (Ap 3, 19-20).
u Cuenta
a Jesús los últimos jalones de orejas que te llevaste.
Propósito: Amar los regaños.