En esto, trajeron a
donde él estaba a un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de
aquellos hombres, le dijo al paralítico: “Ten confianza, hijo. Se te perdonan
tus pecados”. (Mt 9, 2).
Jesús,
viste con cariño a ese hombre que desde a saber cuándo estaba tirado en su
camilla. Pero antes de curarle la parálisis, le perdonas los pecados. Mis
pecados, muchos o pocos, son peor que una parálisis. También los pecados de
mis amigos, los paralizan. ¡Qué poder el de tu palabra, Jesús!
No habrá llegado la hora de experimentar el poder de Dios en
la confesión.
Él se levantó y se
fue a su casa. Al ver esto, la gente se llenó de temor y glorificó a Dios, que
había dado tanto poder a los hombres (Mt 8, 33-34).
Nuestro
Dios es un Dios optimista, positivo, que levanta a la gente. El pecado nos
aplasta, nos hunde. Nos deja como cáscara de banano en el suelo. Está ahí
pudriéndose y convirtiéndose en ocasión de que otros se caigan por su culpa. No
quiero ser causa de caídas para nadie. Se me viene algo a la cabeza ahora:
cuando termine de confesarme, y me ponga de pie nuevamente, pensaré que acaba
de terminar la final del mundial y yo estoy en el equipo ganador, justo en el
momento en que tomo la copa entre mis manos, la beso, y la levanto en alto
triunfalmente.
No olvides que los mundiales los ganan equipos.
Propósito: vivir la aventura de la confesión.