Y señalando
con la mano a sus discípulos, dijo: “estos son mi madre y mis hermanos” (Mt 12,
49).
Jesús, soy
tu discípulo. Tengo tanta obligación, como los primeros apóstoles, de llevar tu
mensaje de alegría a tantas personas. Formo parte de tu ejército de paz. Pero
hay algo que me anima más todavía. No estoy a tu lado como “empleado”, sino
como parte de tu familia, y con todos los derechos. Si en el cielo hay refri,
seguro que cuando llegue allí me vas a dejar que la abra a cualquier hora; y
hasta me dejas que me tome tu yogurt. Tan de la familia soy, que escucharé de
María, tu mamá, y mía también, aquello de “si lo agarras, te lo terminas; nada
de dejarlo a medias”.
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¿Discípulo?, más aún: hermano, ¡hijo de Dios!
Pues todo el
que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano
(Mt 12, 50).
Una vez me
dijo un amigo que teníamos que tener la seguridad de que somos realmente parte
de la familia de Dios. Y me puso un ejemplo que en el cielo estaríamos en
confianza hasta el extremo de poder bajar en pijama a desayunar. Se lo conté a
mi papá y me contestó: estar en el cielo en confianza es poder hacer eso
(bajar en pijama) y que cuando te manden de regreso a cambiarte tú hagas caso.
Seguro que mi papá había leído esta parte del evangelio y se aprovechó.
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Si estoy en mi casa, ¡viva la confianza!, también la que tienen mis
papás para decirme lo que tengo qué hacer.
Propósito: Recordarme que soy hijo de Dios.