Llegaron a
Jerusalén, entro en el templo y se puso a echar a los que traficaban allí
volcando las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas
(Mc 11, 16).
Jesús, se
me hace raro. Me cuesta imaginarte volcando las mesas y echando a la gente. ¿No
eres el Manso y humilde de corazón? Y es que no aguantabas, no
podías soportar ver la Casa de tu Padre convertida en un mercado, ni aguantas
la hipocresía, ni el escandalizar niños, ni la mentira...
Jesús, ayúdame a tener fortaleza con un corazón
manso como el tuyo
¿No está
escrito: Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos? Vosotros en
cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos (Mc 11, 17).
Visitando
aquel famoso Templo todo era gente y gente, iban de un sitio a otro, mirando y
tomando fotos. Nos sentíamos incómodos. Daba la sensación de ser cómplices de
una profanación colectiva. Preguntamos entonces al guía, buen cristiano, sobre
el horario de Misas. Nos contestó, entristecido, que en ese Templo no había
culto y con dolor citó a San Marcos: habéis convertido mi Casa en cueva
de bandidos. Jesús, cuando entre en una iglesia, por muy bonita que
sea, lo primero que haré será buscarte en el Sagrario para saludarte con cariño
y hacerte compañía. ¡Tú eres el tesoro más grande! Te pediré por todas las
personas que, sin darse cuenta de tu Presencia, entran en las iglesias.
Jesús, quiero convertir mi alma en tu Templo
preferido.
Propósito: sacar
bandidos de mi alma. Que sea menos cueva.