En aquel tiempo, alzando Jesús los ojos,
vio unos ricos que echaban donativos en el cepillo del templo (Lc 21,1).
Jesús,
estabas agotado, hecho polvo, como mi madre los días de lavadora. Todo el día
de la Ceca a la Meca, predicando sin parar, curando, consolando. Aquel
día después de una larga caminata para llegar a Jerusalén, quizá te pesaban las
piernas y te sentaste —solo un ratito— junto a la hucha del templo. El ruido de
las monedas te hizo levantar la vista: Vio unos ricos que echaban
donativos (...); vio también una viuda pobre que echaba dos monedas pequeñas. —¡Pedro,
Santiago, Juan... todos!, ¡pronto, venid! La generosidad de aquella mujer borró
de golpe el cansancio de Jesús. —Sabed que esa pobre viuda ha echado más
que nadie. Judas no entendía nada, no podía entender: —Pero si no
vale nada lo que ha echado esta mujer, pensaba Judas. Y yo, ¿lo entiendo?
Sigue
unos minutos hablando con Jesús y dile que si lo entiendes.
Vio también una viuda pobre que echaba
dos monedas pequeñas”
San Josemaría: ¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús
cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? —Dale tú lo que
puedas dar: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad
con que lo des (Camino 829). Mi generosidad, mi entrega es lo que hace
descansar, lo que consuela a Jesús. ¿Hasta dónde estoy dispuesto a ser generoso
con mi tiempo, con mi dinero, con mi vida? ... ¿¡Sólo!? ¡Qué raca!
Aunque
no soy una viuda pobre (o sí), dar a Jesús muchas alegrías.
Propósito: dar alegrías