Un centurión se le acercó rogándole:
«Señor, tengo en casa un criado que está en la cama paralítico y sufre mucho»
(Mt 8, 5).
Como en las películas de Romanos… Jesús, me imagino al centurión
ese como una especie de Hispano, el protagonista de Gladiator,
con su brillante coraza y su penacho de plumas, todo lleno de cicatrices. Un
centurión se le acercó… bien rodeado de su guardia pretoriana. Pedro,
instintivamente, se llevó la mano a la espada, algunos retrocedieron, las
Santas Mujeres, ahí, quietas… Pero ¿¡qué hace!? Se ha puesto de rodillas… a los
pies de Jesús, llora, balbucea palabras incomprensibles. ¿Qué dice?
Para
que aprenda del Centurión cuando me acerque a la Comunión.
«Señor, no soy digno de que entres en mi
casa. Basta con una palabra tuya y mi criado quedará sano» (…) Os aseguro que
en Israel no he encontrado a nadie con tanta fe (Mt 8, 6.9).
Jesús, la Fe y el Amor siempre van de la mano. El Fe del Centurión
era consecuencia de su Amor. —¡Es que he perdido la Fe...! Decía desazonada
una persona. Otro le hacía considerar que la fe no se pierde como si fuera una
piedrecita: —La Fe no es como una piedrecita que se pierde, es más bien como
un niño pequeño que se sostiene en brazos y se abraza. Quizá lo que Usted tuvo
no fue Fe, sino pura superstición. La Fe, cuando es verdadera, nunca se pierda.
Pide
a Jesús una fe gorda, gorda, más que la del Centurión.
Propósito: abrazar la fe como si fuera un
niño pequeño.