martes, 25 de diciembre de 2018

Navidad, Navidad, dulce Navidad


Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor (Lc 2, 11).
Tengo que aceptar que estoy un poco atarantado. Ayer, o hoy, mejor dicho, nos acostamos a las saber cuántas. En medio del ruido de los cohetes y la alegría de los abrazos, me quedé un rato mirando al nacimiento. María tenía cargado al niño. José estaba de rodillas, al lado. Estaba llorando, estoy seguro (José y el niño también). El niño era tan adorable, y su mamá, la siempre Virgen, parecía tener el rostro iluminado. Los ángeles cantaban alrededor “¡Gloria a Dios en el cie­lo!”. Atrás, en un segundo plano, estaba la mula y el buey. A un lado, el burro. Ese soy yo, me dije. Burro o como sea, ahí estaba también, metido en el portal de Belén.
No importa qué personaje seas, métete en el portal de Belén.
Lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre (Lc 2, 7).
Mientras veía a María con el niño en brazos, y a José a su lado, me acordé de lo que san Josemaría decía en su libro de Santo Rosario, que le pedía a la Virgen el niño y cuando lo tenía en sus brazos, decía “Y le beso -bésale tú-, y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Unico, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño...!” (Sto. Rosario, 3er misterio gozoso). Me entraron unas ganas horribles de hacerlo tam­bién yo, pero el niño del nacimiento de mi casa es chiquito, y yo, en cambio, soy grande, aunque los amigos de mis papás digan lo contrario. ¿Y si me hago pequeño, del tamaño del niño de las figuras del nacimiento, y me dejo de falsos orgullos de querer ser “adulto”?
Pídele permiso a José de agarrar al niño y chinearlo un rato.
Propósito: Pasar un buen rato haciendo oración frente al nacimiento