Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron,
pues, a Jesús; y Él, con la cruz a cuestas, salió hacia el lugar llamado de la
Calavera, en hebreo Gólgota, donde le crucificaron (Jn 19, 16-17).
Jesús, me imagino que estoy en el Calvario acompañando a tu Madre.
No puedo decir nada. Te veo. Estás allí, clavado en la Cruz, con la cara rota y
el cuerpo destrozado y sangrante. Apenas puedes respirar, mientras te apoyas
en tus pies atravesados por un clavo para tomar aliento. La boca abierta. La
mirada triste, agonizante. ¡Jesús!, ¿qué te han hecho? Me miras… y toda mi vida
me parece un sinsentido. Jesús, quiero consolarte, aliviar tu dolor. Que mi
vida sea tu consuelo. Quiero aprender a servirte con mi vida.
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Sigue contemplando y consolando a Jesús
con tus palabras y tu cariño.
Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
Jesús, en la Cruz, todos tus gestos y palabras son de amor. Tienes
los brazos abiertos, no porque estén clavados, sino porque quieres abrazar a
toda la humanidad en un abrazo cósmico. Entre tus brazos me acojo y con San
Josemaría te digo: Soy tuyo, y me entrego a ti, y me clavo en la Cruz
gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a ti, a tu
gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera. Quiero
Jesús de verdad quererte y nunca más ofenderte.
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Busca el crucifijo más cercano y llénalo
de besos.
Besar el crucifijo o mirar
la película de la Pasión (la de Mel Gibson).