Entonces le trajeron un paralítico
tendido en una camilla. Jesús, viendo la fe que tenían, dijo al paralítico:
“Animo, hijo, tus pecados te quedan perdonados” (Mt 9, 2).
Esta escena y la del paralítico al que bajan por un agujero en el
techo para ponerlo delante de Jesús, son de mis favoritas. Me imagino al paralítico
iluminado desde lo alto, su rostro re splandece ante la mirada de Jesús que le
sana hasta lo más profundo y donde más duelen los males: el corazón. Los demás
no importan en ese momento. Quedan a oscuras en la escena. Qué saben ellos de
lo que había en el corazón del pobre paralítico y de la alegría que Jesús le ha
puesto ahí. En el confesionario no hay luces ni efectos, pero el amor de Dios
obra con igual fuerza la curación del corazón.
Cuando
te confieses, piensa bien lo que haces: es algo grande.
“Pues ahora sabrán que el Hijo del hombre
tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”. Entonces se dirigió al
paralítico y le dijo: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mt 9, 6).
Como nunca faltan los criticones, Jesús añade un milagro más a la
curación del corazón. Hace caminar al paralítico. La salud del alma siempre
repercute en el cuerpo. ¿Será posible que uno se acostumbre a confesarse, y no
se dé cuenta del encuentro tan íntimo y personal que tiene en ese momento con
Jesús?
Qué
más da el sacerdote que confiesa: todos son Jesús.
Propósito:
confesarme más seguido: me espera el mismo Jesús.