“Cuando bajó del monte le seguía una gran
multitud. En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo: Señor, si
quieres, puedes limpiarme” (Mt 8, 1-2).
Jesús, ¿acaso no te daban asco los leprosos? Pues parece que no.
Tanta gente que te sigue, y sólo el pobre leproso te pide que lo limpies. Con
qué razón decías que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. Yo
no tengo lepra de la piel –aunque ya empiezan las espinillas– pero tengo tanta
lepra del alma. ¡Ojalá pueda yo también hacerte esta petición –y con la misma
humildad– que te hizo este pobre hombre!
Díle
a Jesús que te limpie esto…, aquello…, lo de por aquí…, lo de por allá…
“Y extendiendo Jesús la mano, lo tocó
diciendo: Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra.
Entonces le dijo Jesús: Mira, no lo digas a nadie, sino anda, preséntate al
sacerdote” (Mt 8, 3-4).
Jesús, más claro H2O, me perdonas presentándome al
sacerdote; a veces me da pena ir, pero pienso en que eres mi padre y pido ayuda
a la Virgen. San Josemaría escribió: «si yo fuera leproso, mi madre me
abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas. -Pues, ¿y la
Virgen Santísima? Al sentir que tenemos lepra, que estamos llagados, hemos de
gritar: ¡Madre! Y la protección de nuestra Madre es como un beso en las
heridas, que nos alcanza la curación». (Forja, 190).
Considera
qué buena consulta: Médico, Jesús; enfermera, María.
Propósito: Pedirle a Jesús pomada gratis…