Se celebraba por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación.
Era invierno. Paseaba Jesús por el Templo, en el pórtico de Salomón (Jn 10,
22-23).
Madre mía, ¡me enamora
ver pasear a Jesús tan elegante!, paseando por el pórtico de Salomón. Como era
invierno le habías tejido un bonito manto de lana bien calentito, que se ponía
encima de esa túnica de lino sin costura. Tu Hijo iba siempre tan bien
arreglado, muy elegante, humanamente atractivo, bien vestido. Por eso atraía
tanto. Elegante es el que sabe elegir, el que no se hace cualquier
cosa, no se cosifica. La elegancia lleva a agradar, ser atractivo,
tener buen gusto.
Jesús ser guapo se nace (esto es lo que
hay), pero ir elegante se elige.
Entonces le rodearon los judíos y le decían: ¿Hasta cuándo nos vas
a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. (Jn 10, 24).
Sus modales, que digamos,
no son muy correctos: hablan al Señor con violencia, sus intenciones no son muy
rectas. La vulgaridad, la zafiedad, el mal gusto, no solo afectan al modo de
vestir sino también a las conversaciones, a las palabras y expresiones
groseras. María, madre mía, ayúdame a tener esa finura interior para tratar con
delicadeza a todos. Quiero parecerme a tu Hijo: pásame el cepillo que me
desenrede el pelo, límpiame el alma para que refleje en mi rostro y en mis
actos la hermosura de Jesús, que mi boca sea limpia.
El que a los suyos parece, honra mereces.
Parecerme más a Jesús.
Propósito: ¡Guerra a
la vulgaridad!