martes, 14 de mayo de 2019

Jesús, que refleje tu rostro


Se celebraba por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Paseaba Jesús por el Templo, en el pórtico de Salomón (Jn 10, 22-23).
Madre mía, ¡me enamora ver pasear a Jesús tan elegante!, pasean­do por el pórtico de Salomón. Como era invierno le habías tejido un bonito manto de lana bien calentito, que se ponía encima de esa túnica de lino sin costura. Tu Hijo iba siempre tan bien arreglado, muy elegante, humanamente atractivo, bien vestido. Por eso atraía tanto. Elegante es el que sabe elegir, el que no se hace cualquier cosa, no se cosifica. La elegancia lleva a agradar, ser atractivo, tener buen gusto.
Jesús ser guapo se nace (esto es lo que hay), pero ir elegante se elige.
Entonces le rodearon los judíos y le decían: ¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abierta­mente. (Jn 10, 24).
Sus modales, que digamos, no son muy correctos: hablan al Señor con violencia, sus intenciones no son muy rectas. La vulgaridad, la zafiedad, el mal gusto, no solo afectan al modo de vestir sino también a las conversaciones, a las palabras y expresiones groseras. María, madre mía, ayúdame a tener esa finura interior para tratar con delica­deza a todos. Quiero parecerme a tu Hijo: pásame el cepillo que me desenrede el pelo, límpiame el alma para que refleje en mi rostro y en mis actos la hermosura de Jesús, que mi boca sea limpia.
El que a los suyos parece, honra mereces. Parecerme más a Jesús.
Propósito: ¡Guerra a la vulgaridad!