El que tenga oídos para oír que oiga
(Mc 4, 23).
Jesús, en las pasadas fiestas de fin de año, me llevaron mis papás
a pasear por unos lugares increíbles. Me dijeron que no me trajera mis
audífonos, porque íbamos a escuchar los sonidos de la naturaleza. Al inicio, yo
no escuchaba nada. ¿Los sonidos de la naturaleza no suenan a nada?, pensé
indignado. Pero poco a poco, la vista, el silencio, me hizo recordar al Hijo
Pródigo que solo y en el silencio, debajo de una encina, “recapacitó”. En el
silencio del campo y en el del Sagrario se oye bien a Dios, porque Tú hablas
bajito, y hay que tener bien abiertos los oídos del alma...
A
Jesús se le escucha mejor en el silencio.
A la mañana, mucho antes de amanecer se
levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba (Mc 1, 35).
Jesús,
Tú también necesitabas, como del agua y del oxígeno, de esos momentos de
silencio, de soledad para hablar con el Padre. A mí me pasa igual: necesito
hablar contigo, platicarte sin palabras que llenen los silencios. No podemos
olvidar, como escribe San Josemaría que “el silencio es como el portero de la
vida interior” (Camino 281). Jesús, el silencio es un frágil tesoro que quiero
regalarte: lo guardo con cuidado para que Tú me hables, sabiendo que cualquier
palabra lo puede romper.
Dar
a Jesús cada día unos minutos del “frágil” tesoro de mi silencio.
Propósito: Poner en modo silencio mi alma un par de veces al día.