Había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu
de Aser (…) Daba gracias a Dios y hablaba del Niño a todos (Lc 2, 36.38).
¡Mira, si es la profetisa Ana!, dijo
San José muy contento al entrar en el Templo con el Niño Jesús en sus brazos
poderosos. Porque aquella mujer conocía a la perfección a todas las familias
piadosas de Israel. Sesenta años sin apartarse del Templo y profetizando dan
para mucho. ¡Vaya, si es José!, replicó a su vez Ana. —¡Pero qué bien
acompañado te veo! Y José con emoción recordó y comprendió aquella
misteriosa profecía que un día le hizo, aún siendo niño: ¡Oh feliz varón,
bienaventurado José, a quien le será concedido no solo ver y oír al Dios, a
quien muchos Reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también
abrazarlo, besarlo, vestirlo y custodiarlo!
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Háblale a San José por tu cuenta.
El Niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba
de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba (Lc 2, 40).
Jesús, yo también te puedo abrazar, vestir y custodiar como lo
hacía San José. Te abrazo y te beso en la Sagrada
Comunión. Te acaricio en mi alma en la Santa Misa. Te visto
con mi lucha por adquirir las virtudes. Te custodio y protejo
en mi corazón para que nada ni nadie te me puedan robar. Y el Niño va creciendo
y robusteciéndose también en mi vida.
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Reza despacito una Comunión Espiritual.
Propósito:
Comulgar con cariño.