Publicado originalmente el 14
de enero de 2011
Llegaron
cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío,
levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús (Mc 2, 3).
Jesús,
lo del paralítico me recuerda la historia de una niña peruana que caminaba
cerro arriba cargada con su hermanito pequeño a la espalda. El sacerdote, que
presenciaba la penosa ascensión, le preguntó: —¿No te pesa? ¿No te cansas?;
a lo que la niña respondió sin pestañear: ―¡Es
que es mi hermano! Jesús, me pones cerca familiares, amigos que son…unos
pesados, o que quizá tienen parálisis en el alma. Pero ¡son mis hermanos! ¿Cómo
no voy a tomarlos, cargármelos a cuestas y ponerlos delate de Ti…?
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Di a Jesús: más pesado soy yo —“un peso pesado”— y bien que me aguantas.
Viendo
Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados están
perdonados» (Mc 2, 5).
Jesús,
enseguida te diste cuenta: aquel paralítico lo que tenía, sobre todo, era un
gran peso en el alma. Por fin pudo escuchar la absolución: “Hombre, tus
pecados están perdonados”, y, ¡qué gran alivio sintió! Sus amigos “camilleros”,
no entendían nada: —¡Pero si lo hemos traído para que lo cure…! “Y se
fue a su casa glorificando a Dios”, ¡menudo peso se había quitado de
encima!
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La confesión es un “quita-pesos”; gracias, Jesús, por perdonarme siempre.
Propósito: Hacer de camillero con amigos
“pesados”.