Subieron al paralítico a la azotea y,
separando las losetas, lo descolgaron con la camilla hasta el centro, delante
de Jesús (Lc 5,19).
Jesús, lo del paralítico me
recuerda la historia de una niña peruana que caminaba cerro arriba cargada con
su hermanito pequeño a la espalda. El sacerdote, que presenciaba la penosa
ascensión, le preguntó: ¿No te pesa? ¿No te cansas?; A lo que la niña
respondió sin pestañear: ¡Es que es mi hermano! Jesús, me pones cerca
familiares, amigos que son… unos pesados, o que, quizá, tienen parálisis en
el alma. Pero, ¡son mis hermanos! ¿Cómo no voy a cogerlos, cargármelos a
cuestas y ponerlos delante de ti?
Jesús: Más
pesado soy yo, un peso pesado y bien que me aguantas.
Él viendo la fe que tenían, dijo al
paralítico: Hombre, tus pecados están perdonados (Lc 5,20).
Jesús, enseguida te diste
cuenta: Aquel paralítico lo que tenía, sobre todo, era un gran peso en el alma.
Por fin pudo escuchar la absolución: Hombre, tus pecados están
perdonados, y, ¡qué gran alivio sintió! Sus amigos camilleros, no
entendían nada: ¡Pero si lo hemos traído para que le cure! Y se fue a su
casa glorificando a Dios, ¡menudo peso se había quitado de encima!
La confesión
es un quita-pesos; gracias Jesús por perdonarme siempre.
Propósito: Soltar peso
en la confesión